Ese día Jimmy se levantó ilusionado porque justo miró el reloj
a las diez y diez, la hora que marcan las saetas en las mejores relojerías.
Solo en las de los relojeros que insertan en el subconsciente colectivo la V de
victoria. Saben que así hay más posibilidades de que se transforme en la V de
venta. Las diez y once. La V ya se abría y Jimmy supo que hoy debía ser
auténtico.
Seré sincero. Usaré el silencio si no tengo nada que decir.
Diré lo que pienso en todo momento. Seré fiel a mis principios y no los violaré
por intentar agradar. Pero seré amable. Jimmy siempre lo era.
Decidió que estos mismos pensamientos para el día de hoy
serían los que contaría abiertamente a cualquiera que se le acercase a
preguntarle qué tal. Y lo hizo. Y terminó su día cabizbajo, con un ligero
temblor de manos y un incómodo sudor frío que le obligaba a ponerse y quitarse
la chaqueta cada dos por tres.
No es que nadie le hubiese tratado mal y tampoco que Jimmy
no hubiese sido todo lo auténtico que se había propuesto. Lo que pasó es que su
autenticidad había sido correspondida con medias sonrisas que dibujaban la
palabra iluso. Quien se atrevió a responderle le llamó “optimista” porque “con los tiempos que corren…”.
Jimmy entró en una relojería con muchas uves y abrazó al
relojero. Ambos sintieron que allí no corría el tiempo, al menos de esa manera.